EL PRECIPICIO MALDITO -LEYENDA DEL SALTO DE JIMENOA
Siguiendo el cauce del río Jimenoa, por una
estrecha vereda que a veces trepa en pinos Vericuetos y a veces baja hasta bañarse en las aguas rugientes que saltan entre peñascos, avanzaban los caballos
con seguro pisar. La catarata se anunció desde muy lejos por el tronar de su
ronca voz, y aún
hubimos de ascender hasta tres difíciles lomas antes de que el chorro espumoso
se ofreciera a nuestra vista en el fondo del cañón.
El guía ordenó descender de nuestras
cabalgaduras, las cuales, atadas a los troncos y raíces de sendos pinos,
aguardaron cansadas y sudorosas. Y a pie, a menudo aferrando reciamente ramas y
peñascos, descendimos hacia la cima en que bulle el torrente que atrajera
nuestros pasos. Los postreros fueron bien difíciles, que pisábamos una sola
roca pulimentada por los siglos, húmeda y verdosa de moho, en la que a duras
penas conseguíamos hacer pie firme.
El estruendo nos ensordecía y en silencio
contemplamos la colosal maravilla. Gigantesco precipicio de más de un centenar
de metros, cortado a pico en su parte central; que muestra las entrañas rojizas
de una tierra en la que ninguna planta pudo arraigar, mientras ambos costados,
guarnecidos de densos pinares, vienen a cerrarse en el estrecho cañón en que
caracolean las aguas espumosas de la catarata, que en chorro vigoroso se lanzan
al abismo a media cortadura, para pulverizarse al morder la cima que cavaron los
siglos en acoso pasional. A mano izquierda, monstruosos peñascos cierran paso a
las aguas que aún han de revolverse, acaso asustadas de aquellas moles, cubierto
de negros nubarrones.
Nubarrones que descendieron,
cubriendo las cimas de la cordillera, cuando emprendimos el camino de regreso,
ganando esta vez las lomas que coronan el precipicio, en busca de la carretera.
Apenas si tuvimos tiempo de ganar, una rústica choza antes de que la tormenta
se desatara sobre la montaña. Y, mientras, sentados bajo el techo de yaguas, saboreábamos
el aromático café de nuestros huéspedes improvisados la naturaleza se adueñó de
lomas y valles.
Los truenos repercutían cual cañonazos
en el seno del cercano torrente, y las exhalaciones iluminaban lúgubremente las
cortinas de agua que azotaban los pinares. A tiempo habíamos escapado.
Durante más de una hora, cielo y
tierra se confundieron. Y cuando al fin divisamos los primeros contornos del
amplio valle de Jarabacoa, el viento aulló por los barrancones, arrastrando las
nubes que se dividían en veloz carrera. Algunas, más bajas y tocadas de blancos
ropajes, descendieron por las faldas de la montaña hasta situarse encima del
cauce del río.
-Ya llega doña Jimenoa- oímos
susurrar al guía para sí.
Y atraídos por el aroma de conseja
que su tono dejaba traslucir, al fin conseguimos arrancarle su historia, en tanto
que la lluvia cesaba y el camino se volvía transitable.
Fue hace muchos años, mucho antes de
que vinieran los haitianos. Era por entonces amo y señor del valle y de todos
sus hatos, don Juan de Jaraba, último vástago de la recia estirpe de
colonizadores que dieran su nombre al valle; joven, fuerte, en la plenitud de
la vida, heredó de sus mayores la decisión y la audacia.
Temido de sus esclavos y admirado por
las mujeres, su nombre corría de loma en loma con satánica aureola. Que poco valía
para el la vida humana y la virginidad era tan solo acicate de sus deseos.
Una sola mujer resistió su lujuria y
acaso por ello fue la única que a la postre consiguió rendirle. Jimena se llamaba
la moza. Tierno capullo apenas abierto a la luz del día; bella como el amanecer;
soñadora y pura.
Una mañana marchaba don Juan a caballo
por los pinares que cerraban sus posesiones, cuando, al acercarse a la ribera
de un arroyo, sus ojos desfloraron la confiada desnudez de la muchacha; quien,
ignorante de su presencia y fiada en la soledad del paraje, retozaba en las
aguas que besaban sus carnes ebúrneas y transparentes. Manjar de dioses para el
sensual caballero. Mas acaso fuera la sin par belleza de la criatura, acaso la
sorpresa, o tal vez un último vestigio de delicadeza, que, tascando sus
impulsos lujuriosos, frenó el caballo, y, guarecido tras unos matorrales,
contempló la escena ocultando su presencia.
Solo un rato después, cuando ya
vestida y peinada subía hacia el camino, se atrevió a abordarla requebrando su
hermosura. La muchacha bajo los ojos y trato de apretar el paso esquivando sus
acosos. Que bien pronto había reconocido al señor de Jaraba; y el corazón le
palpitaba de miedo, y acaso de emoción inconfesada. Llego un instante en que don
Juan la cerró el paso pretendiendo abrazarla; era el sistema que nunca le fallara.
Mas la doncella, recobrando fuerzas en su pudor ultrajado, abofeteo reciamente
las mejillas que se acercaban anhelantes de lujuria. La sorpresa detuvo unos
instantes al osado galán, los que aprovecho la pudorosa virgen para deslizarse
a través de una valla espinosa y huir llamando a un forzudo mastín, que pronto acudió
en su ayuda.
Aquella noche los deseos insatisfechos
desvelaron al señor de Jaraba, mientras un rubor de vergüenza desvelaba los sueños
de Jimena. Sueños que, pese a sus propósitos, se adueñaron de su alma cuando a
la siguiente mañana escucho el galopar de un pesado caballo en la senda que
conducía hacia la estancia familiar.
Que era guapetón y fornido el mozo,
y la sangre bullía en las venas de la mozuela. Varios días duro el cortejo; y
al fin, vencido de amores, la ofreció matrimonio para hacerla señora del valle.
Y aquella misma tarde, ala grupa del brioso alazán, la llevo hasta la iglesia de
la Santa Concepción de la Vega Real, donde un atemorizado vicario les unía en
santo vinculo, dispensando proclamas y cánones superfluos.
La brisa peinaba los pinares y
cantaba por las torrenteras, cuando treparon el puerto con las primeras sombras
del anochecer. Al legar a la cima, reposaron un instante, contemplando el
valle.
-Jimenoa, todo esto es tuyo. Y tú
eres mía.
-Para siempre, don Juan.
El caballo partió al galope rumbo
hacia poniente. Un beso frenético sello la entrega de la doncella virgen,
enamorada del hombre varonil y audaz, sin pensar en nada más que en su amor. Y
los rumores de la noche esparcieron por el valle la buena nueva de que el solar
de Jaraba había ganado una linda castellana, y sus moradores una dueña todo corazón.
Jimenoa, como él la llamó con el acento de sus mayores.
Algún tiempo duro su bienhechora
influencia; jornadas de ilusión, de las que nació un tierno vástago, Miguel
José, en quien los ojos azules de la madre rompían la dureza de facciones de
los Jaraba. Y el padre, cansado acaso de la prolongada monogamia, reservó todo
su cariño para el futuro heredero cuando sus ardores de galán le lanzaron de
nuevo a la conquista de sus esclavas y vecinas. Mas el amor de Jimenoa
permaneció intacto, ciega a toda infidelidad, soñando aún en aquel galope
sensual a través de los pinares.
Y mientras Miguel José crecía, la
fama de don Juan cobro nuevos tintes sanguinolentos. Nunca como entonces fueron
forzados sus hombres al agotador trabajo en las minas de oro; nunca como
entonces rugió el látigo sobre las cuadrillas de esclavos; nunca como entonces
su nombre fue odiado en el valle.
Cierto día, un venerable dominico, de
lengua barba encanecida por los anos de apostolado, subió desde la ciudad de La
Vega, esclavos fugitivos le contaron los horrores que acontecían en las
apartadas lomas, feudo de los Jaraba, y con el mismo celo que antaño vibrara en
los labios del padre Montesinos, marcho a cumplir con su deber de caridad.
Primero recorrió los ranchos y bohíos,
cicatrizando heridas y mitigando dolores; sus ojos conocieron la vergüenza de las
mujeres forzadas, y la rabia impotente d ellos hombre aherrojados peor que las
bestias que cuidaban. Y el renombre de su bondad saltó de barranco en barranco,
precediendo su llegada a la mansión de don Juan.
Este ya le esperaba, cuando su peregrinación
alcanzo las últimas lomas del valle; Jimenoa quiso ser la primera en besar su
mano patriarcal, mas en vano suplico. Que don Juan meditaba ya el castigo que
imponer a la osadía del frailuco. Y con arrogante ademan ordeno, hacerle pasar;
a solas con sus esclavos de confianza.
-Don Juan, oíd la voz de Dios, don
Juan, habéis pecado, y el cielo tiene contados vuestros desmanes, don Juan, arrepentíos
a tiempo…
-Condenado fraile, callad. Guardad
vuestros insultos.
-No he de callar, don Juan; que, si
mi voz flaqueara y enmudeciera, alzarían su voz las rocas de la cordillera
testigos de vuestros crímenes; las rocas y los pinos, la tormenta y el huracán.
Don Juan, estáis condenado y el
cielo levanta su espada flamígera sobre vos. Don Juan, vengo a buscaros la absolución.
-Silencio, deslenguado. ¿Sabéis a
quién habláis? A don Juan de Jaraba, que se ríe de ti y de tu Dios. Soy el amo
del valle, y ya me cansó vuestra presencia en él. Oíd mi mandato: marchaos
pronto, o por Belzebú que os haré matar.
-No me iré, don Juan. Tengo una
misión que cumplir: salvar tu alma, y liberar a tus esclavos. Mátame, si
quieres, mi sangre caerá sobre ti y sobre tu estirpe. Medita, don Juan.
El señor de Jaraba abandonó la estancia,
colérico, ordenando la prisión del fraile. Y antes de que el nuevo día
alumbrara, todo el valle sabía, que al rayar el sol seria despeñado por el precipicio,
rasgado en la montaña. Solo Jimenoa nada sabia, que desvanecida ante el
reclinatorio en que oraba, el escuchar los gritos de su esposo, la fiebre ganó
su cuerpo y yacía insensible en el lecho, solitario desde meses antes.
Con apostólica mansedumbre emprendió
el dominico el camino, bendiciendo a cuanta persona encontraba en la ruta. Que al
correr la voz de su martirio fueron muchos los que subieron a besar sus hábitos,
los hábitos de un santo. Ruta de calvario en la salvaje grandiosidad de la montaña
tropical.
El sol refulgía ya sobre pinos y
palmeras, cuando el grupo alcanzo las alturas del precipicio. El torrente rugía
en su fondo, y las espumas salpicaban las laderas. Silencio glacial en la
cordillera. Un hombre embozado, aguardaba cerca del tajo; era don Juan. Con los
ojos inflamados por el odio, la mandíbula enhiesta y fiera.
Y a él se dirigió el buen dominico,
cuando sus guardianes le ataron las manos.
-Oídme, don Juan, oídme por ultima
vez. Vine por vuestra alma, y aun es tiempo, don Juan. Un año tenéis de vida,
un ano y no más, don Juan, Un ano para arrepentiros, o un ano para condenaros;
vuestra suerte esta ya sellada; oíd la voz del cielo, don Juan. Moriréis dentro
de un ano, y tu hijo morirá, don Juan. Nadie quedara del linaje de Jaraba,
hasta vuestro recuerdo sangriento será olvidado; en su lugar brotara un pueblo
nuevo, sin esclavos; y serán los tuyos los que, liberados, vivirán como señores
en las tierras que fueron tuyas. Nada quedara de ti, don Juan. Ni tu nombre, ni
tu estirpe, ni tus tierras. Un ano tienes delante; arrepiéntete, don Juan.
Su voz había adquirido tonalidades
de trueno que apagaron el rugido del torrente, y se esparcieron en dramática profecía
a través d l valle y de sus lomas. Los esclavos temblaban, sintiendo un soplo
divino. Solo el astro rey avanzaba sin detenerse en su carrera.
-Acabad pronto, malditos-ordeno la
voz de don Juan.
Y cegados, autómatas, los esclavos
obedecieron. El cuerpo del dominico oscilo en el vacío, antes de perderse en la
espuma del torrente.
A partir de aquel día, la cortadura
fue llamada “EL PRECIPICIO MALDITO”,
y con terror huían de él los moradores del valle y la montaña. Mas no fue el
cuerpo del fraile mártir el único en ser despedazado entre sus rocas; pues
acometido de bestial locura, recomido por las dudas y temores, don Juan se lanzó
a una carnicería sin freno y, uno tras otro era arrojados sus esclavos en la
cima mortal. El pánico descendió sobre los bohíos, y a todo riesgo sus hombres
intentaron escapar. Que la maldición de Dios pesaba sobre aquella tierra.
Un año casi transcurrido bahía,
cuando hasta el valle apartado llegaron lejanas nuevas de guerra. Allá lejos,
en la capital de la colonia, resonaban los tambores pidiendo voluntarios para
combatir contra los filibusteros franceses, cada día más osados en sus depredaciones.
De las ciudades del Cibao partían columnas de combatientes. Y un emisario subió
hasta la cordillera en busca del señor de Jaraba, cuya valentía era
universalmente popular.
Ni un momento tan solo dudo don
Juan. Era acaso del ansia oculta que le recomiera toda la vida; la guerra. Y con
refinado placer, preparo los detalles de la expedición. El solo aromo a su
tropa de esclavos y colonos, y al frente de ellos partió una mañana del mes de
abril.
Doña Jimenoa, consumida por el dolor
y la angustia, le vio partir. Ya no era la moza de carnes apretadas y jugosas
que retozaba en las aguas del río. El pasar arrugo su frente y blanqueo sus
sienes; mas en sus ojos brillaba la misma mirada que horado el alma de don Juan
la tarde de bodas, en la cima del Puerto. Le amaba; le amaba con desesperación.
A su lado, ignorante de la tragedia,
y atraído por la vistosidad de la escena, apenas si podía mantenerse quieto el pequeño
Miguel José Rapaz de poco más de diez años, era el aguilucho en que se recreaba
el padre. Quien ya a caballo, le tomo en sus brazos y le beso con ternura,
acaso la única ternura que albergara aquel alma de acero. Y por la mañana encendida
de luces, cruzo como un fantasma la profecía frailuna.
Pocos días quedaban para cumplirse
el plazo. La columna de Jaraba había ganado ya las tierras capitaleñas, y el
ejercito colonial se aprestaba a partir hacia poniente. En el palacio de la
cordillera, dona Jimenoa lloraba al pie del lecho de su hijo.
Pues herido de súbita enfermedad, en
vano se afanaban médicos y curanderos buscando un remedio que aplacara su
fiebre. En los bohíos se susurraban rumores de muerte. Y algunos aseguraban oír
de noche la voz del fraile que llamaba desde la cima del torrente.
Al fin partió un mensajero hacia
Santo Domingo, a marchas forzadas. Aún llego a tiempo antes de que el ejército
se hubiera puesto en marcha. y al punto don Juan, abandonando hombres e
ilusiones, se puso en camino con el mejor físico que pudo hallar. Que su hijo
lo era todo.
Tres días y tres noches galoparon
casi sin descansar; y al anochecer del tercero coronaron el puerto que da
acceso al valle. Nubes de tormenta se arremolinaban sobre los picachos de la
cordillera, y la oscuridad era cerrada. Mas poco faltaba ya, y, aguijoneando a
las agotadas montañas, cruzaron vegas y potreros, e iniciaron la poster subida.
La tormenta se desato entonces; los
truenos repercutieron en los barrancos, y los rayos culebrearon entre las
sombras; cortinas densas de agua, que azotaban caballos y jinetes. Lentamente,
luchando contra el viento y el aguacero, aún avanzaron monte arriba; sus
acompañantes hablaban de aguardar en un bohío mas don Juan siguió adelante. Que
ya divisaba a lo lejos los muros de su mansión.
Aun consiguió avivar el paso; y ya
casi coronaba la postrer altura, cuando, rasgando nubes y pinos, una centella
cayó a pies.
El caballo, encabritado, loco de
pavor, se desboco en satánico galope, y sin obedecer bridas ni espuelas, cruzo
los pinares con la impetuosidad del huracán. Fue entonces, a la luz del rayo, cuando
don Juan recordó la fecha.
El plazo estaba cumplido. Y se tenía
que morir.
Fatal carrera bajo la tormenta,
deslumbrado por la cárdena luz de los relámpagos; hasta llegar al tajo del
precipicio maldito. Cegado aun el corcel, brinco al abismo, relinchando
salvaje. Don Juan, despedido de la silla, volteo en el vacío, y al caer quedo prendido
de un matorral, el único que crecía en la cortadura.
El torrente rugía llamándole, y entre
la espuma salían a recibirle rostros petrificados de sus víctimas. Ronco coro
de gemidos y amenazas; sepulcral sinfonía de la Casa Jaraba.
-¡Misericordia, Dios Mio!
Apenas pudo balbucir, antes que
cedieran las rices. Y al abismo cayo don Juan, al rayar la media noche.
El medico y los esclavos que le acompañaban,
en vano habían querido seguirle en la infernal carrera. Mas no titubearon en el
camino; que conocían mi profecía. Y estremecidos de espanto, tan solo pudieron
recoger la capa del muerto, sujeta al borde del cañón.
Cuando el fúnebre cortejo sin cadáver
gano las puertas del palacio señorial, una madre gemía al pie del lecho de su
hijo. El ultimo vástago de Jaraba acababa de morir. Y aun transida por el
mazazo escucho la narración entrecortada de la tragedia.
La esperaba. Era el fin de sus
ilusiones; la profecía estaba cumplida. Todo había muerto; solo quedaba su
amor, el espectro de su amor desesperado. Y apartando a cuantos le cerraron el
paso, con la vista fija y su hijo en brazos, arropado en la sabana convertida
en sudario, se perdió en la noche, camino del torrente
Hace muchos, muchos años que pasó. Nada
queda del solar de Jaraba; ni sus hombres, ni su casa, ni su recuerdo. Los esclavos
fueron libres y hoy pueblan los confines del valle. Solo queda el espectro de
Jimenoa, que, en los días de tormenta, cuando el aguacero decrece y el viento
comienza a aullar, surge de las sombras y recorre el cauce que perpetua su
nombre, en busca del esposo perdido la noche aquella. Y, a través de las lomas
y barrancos el eco repite su grito de angustia.
-Don Juan…, don Juan…don Juan…
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Fuente:
De Galíndez, Jesús. Cinco Leyendas del Trópico.
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